domingo, 16 de octubre de 2011

La mano del adiós (antología)

Solo las palabras me ayudan, me guían y consuelan. Estas, tan sencillas, tan sinceras, ocupan a veces el espacio en el que no estás, el hueco que dejas. El vacío que no pueblas. Otras, más vanas, matan el rato y se dispersan, solitarias, en la barra del bar. Son estas, las palabras vanas, las que mueren en el mismo instante de nacer, pues carecen de sentido y de hondura. Están en un instante, se van y no perduran, como las personas cuyo rostro y nombre olvidamos y que ahora, desde que tú te has ido, de vez en cuando pueblan mis noches. Esas palabras salen de mi a veces, como dagas envenenadas pero no son sino disparos frustrados, fruto de la presión y de la incertidumbre, de la rabia que me produjo tu adiós y el dolor que me causa tu olvido. Nunca he deseado que lleguen a alcanzarte, pero me cuesta medirlas como me costaba no mirarte cada amanecer. Hay otras palabras que asesinan soledades, alimentan compañías. Palabras que desean consumir relojes...
Alberto dio una calada a su cigarrillo y apuró su copa de tequila mientras releía lo que acababa de escribir. Lo odiaba. Desde que ella se fue de su vida él no había sido capaz de redactar una línea en condiciones, y el director del periódico le había dado un ultimátum: o enviaba su colaboración o prescindirían de su columna de los domingos. El frustrado escritor, abandonado por el amor y las musas, se sirvió otra copa y se sentó frente a la ventana desde donde la vio marchar aquella fría madrugada para no volver jamás.
Triste y medio borracho, recordó aquella imagen con precisión: el insolente reloj del vecino acababa de pronunciar las tres. Ella se despidió con un beso mientras se abrochaba lentamente su abrigo. Escuchó el ruido de sus tacones bajando los dos pisos, un portado. Y corrió a la ventana para verla marchar. Bajo la farola, y protegida por el cuello de su abrigo, encendió un pitillo y anduvo por la solitaria calle firme y acompasada, con una gran sensualidad que hería. Al humo de su cigarrillo se unió una lluvia ligera. Como siempre, al girar la esquina, ella volvía la cabeza y le decía adiós.
Él le correspondía tras el cristal. Su mano, con el cigarro entre los dedos fue lo último que vio de ella. Entonces no sabía que esa sería la última noche. Que ella lo estaba abandonando para no volver jamás. Él nunca la perdonó. Enjugó sus lágrimas y bebió un último trago. Bajó la persiana con la intención de olvidar aquella imagen y se sentó a escribir. Abandonado, tecleó con rabia y dolor a partes iguales.
El título de su columna aquel domingo fue La triste mano del adiós. Jamás había recibido tantas felicitaciones por su trabajo. Aquel triste domingo por la mañana, mientras tomaba su taza de café, ella leyó aquellas desgarradoras palabras y rompió a llorar. Su ahora marido pensó que sus injustificadas lágrimas se debían a algún trastorno hormonal, la besó con ternura y se metió en la cama: en el hospital la guardia lo había dejado agotado...

1 comentario:

  1. Nuestras palabras son pensamientos en tinta, que si bien la muerte nos borra como garabatos, siempre deja escrito en palabras lo que fuimos... Me gusta prima!

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