miércoles, 23 de noviembre de 2011

Aquel vestido rojo... (antología)

Corría. Corría siempre por pasillos o túneles infinitos. Siempre por estrechos espacios cerrados. Claustrofobia era su palabra favorita. Corría hasta que despertaba empapado en sudor, con las sábanas en el suelo, con el corazón debocado y la garganta seca ante el desmesurado peso del día que estaba a punto de comenzar. Nunca entendió bien el sueño, nunca le dio mucha importancia a pesar de que condicionaba toda la jornada. También es verdad que su vida y el sueño se parecían un poco.
Salía de su casa con el desayuno en la garganta. Siempre desayunaba igual. Desde que tenía doce años mojaba en leche fría sus galletas. Bajaba las escaleras a toda velocidad e iba al trabajo sin levantar la vista del suelo, igual que años antes fue a la universidad.
No hablaba, no salía a tomar café, no tenía ni tuvo nunca amigos en la oficina. “Buenos días”, todo lo más, mirando las manchas de una moqueta. Aparte de esas distracciones, obligadas por la incómoda presencia de los compañeros, la vista siempre estaba en el ordenador. Ocho horas al día. Cinco días a la semana.
En los periodos de vacaciones apenas sabía que hacer. Algunos días, sobre todo los fines de semana para no propiciar engorrosos encuentros, hacía varias veces el camino de ida y vuelta al trabajo. Siempre mirando al suelo. Contaba los pasos. Daba entre tres mil doscientos y tres mil doscientos quince. Tenía apuntados todos los pasos dados en los últimos veinte años. A la escuele, a la universidad, al primer trabajo, al trabajo de ahora...

Aquel día hubo algunas cosas raras. Dio más pasos de los normales. No miró la moqueta. Posiblemente por primera vez desde que llegó a esa oficina, desvió la vista de la pantalla. No tiene certeza de lo que vio, pero supo que era rojo. Notó casi un calambre.
Más rara fue la vuelta a casa. Se sentó en un banco de la calle, en un parque. No sabe exactamente por qué lo hizo. Lo hizo. Pasó allí unos minutos, calculó que el tiempo de dar unos seiscientos veintisiete pasos.
El parque estaba verde. Había flores, gente, animales... Le entraba toda por los ojos y no tenía ni idea de lo que sentía. Hacía mucho que no sentía nada especial. Se levantó y se fue a casa. Miró casi siempre al suelo. Algunas veces alzó la mirada.
Aquella misma noche volvió a soñar que corría. Pero los pasillos eran más anchos. Llegó a la oficina, saludó con la cabeza alta. Miró a los ojos de una compañera, iba vestida de rojo. Ella le invitó a un café. Él prefirió tomar una leche manchada. Sonrieron. Primero ella y luego él. Volvió a sentarse en el parque. Al rato vino ella. Habían quedado.
Siguió soñando, pero ahora corría por prados, por amplias avenidas. Al poco tiempo aminoró la velocidad de sus sueños, solamente paseaba. A veces lo hacía de la mano de una chica con un vestido rojo. Meses después se acabaron los sueños, el llanto de un niño los interrumpía con frecuencia. Unas veces se levantaba él a consolarlo. Otras ella, con su bonito camisón rojo.

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