sábado, 15 de octubre de 2011

El testamento del Marqués (antología)

Don Carlos era un viudo muy atractivo, serio y acaudalado. La temprana muerte de su mujer, a la que jamás olvidó, fue la causa de que no tuviera descendencia, cosa que nunca pareció importarle, pues vivió contento, tranquilo y satisfecho, ocupándose de su hacienda y sus negocios, con el único pesar de haber perdido a Soledad cuando esta apenas tenía 30 años.
Don Carlos nunca volvió a enamorarse. Jamás amó a otra. Don Carlos tenía suculentos negocios y un enorme caserón rodeado de un precioso bosque en el Norte. La casa, que pertenecía a su familia, era una golosina para cualquiera que tuviera visión de negocio junto a un acantilado, desde ella se respiraba el aroma del Cantábrico y la suave brisa de un bosque centenario. Así que, cuando don Carlos, que ostentaba el pomposo título de marqués de Santacruz, llamó a su sobrino Carlitos para proponerle un acuerdo; este rápidamente vio la casa convertida en un carísimo hotel de lujo y él y su amada esposa, Rocío, disfrutando de una cuenta bancaria libre de temores al llegar final de mes. El acuerdo del marqués era muy sencillo. Él nunca había temido vivir solo. Además contaba con una plantilla de criados a los que quería y que lo querían, pero la vejez es un peso insoportable y trae ciertos temores, así que le dijo a su sobrino que si quería, viniese a vivir con él. “Venid aquí, Rocío. Alegraréis mis últimos años y yo iré enseñándote como llevar mis negocios, muchos de los cuales pasarán a ser tuyos, exceptuando lo que deje para la fundación Santacruz, que creó mi padre, tu abuelo”, Carlitos no lo dudó: pidió una excedencia y se trasladó con su familia al impresionante caserón del marqués. 
Pasaban los meses, y Rocío empezaba a impacientarse: ni fiestas, ni escaparates, ni café con las amigas... Además veía que el marqués gozaba de buena salud, por lo que la herencia parecía lejana. Así que, con picardía, destreza y malas artes que incluían la manipulación, fue convenciendo a su marido. Unas gotas de veneno en su botella de coñac, de la que tomaba cada noche una copa, fueron minando su salud. El hombre murió una madrugada de enero. Nadie sospechó nada raro: a la edad de don Carlos, enfermar y morir estaba a la orden del día, y tan sólo les bastó fingir dolor a la hora de su entierro, algo que su sobrino y Rocío hicieron de maravilla.
Y llegó el día de la lectura del testamento. Carlitos y Rocío se frotaban las manos. Y había que sumar varios negocios, tierras y posesiones. Nadie sospechó nada del envenenamiento, nadie excepto el afectado, que alcanzó su venganza desde la otra vida, pues en su testamento dejó escrito “todos mis bienes pasan a disposición de mi fundación, gestionada por mi mano derecha y abogado, el señor Talavera, que cobrará por sus servicios la cantidad anual que destaco abajo. En cuanto a mi sobrino y su mujer, les doy las gracias por haberme endulzado mis últimos días acompañándome con vuestra agradable conversación mientras tomaba la copa de coñac que me inducía al sueño”.

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